Tras la pista de Juan Rodolfo Wilcock

Texto y fotos: Pedro Bohórquez Gutiérrez

Tuve noticia de este raro entre los raros, el bonaearense Juan Rodolfo Wilcock, hace más de un año, rastreando al azar en internet en el catálogo de una editorial exquisita, de alta alcurnia, que incluía en él su «Libro de los monstruos».
Mi amigo Manuel Ángel Gómez Angulo, al que comuniqué mi hallazgo, se pregunta «¿de dónde sacarán estos sudamericanos los apellidos, que siempre les quedan pegados al nombre de pila, tan literarios? ¿Cómo lo harán hasta el punto de convertirlos en un disfraz tan apropiado para firmar libros que ni parece que nacieran en Sudamérica? Denevi, Carpentier, Uslar Pietri, Onetti, Puig, Benedetti, Bioy, Ocampo. Hasta en eso dan cierta envidia». O Jorge Luis Borges o Roberto Artl, añadiría.
Volviendo a ese primer azar que me puso tras la pista Wilcock, no tardé en ecargar a una librería de mi pueblo su particular bestiario, a los que soy aficionado, aunque hasta hoy no he podido clavarle el diente y adentrarme en el «cada vez más difícil todavía» de su asombrosa prosa, imaginativa hasta el absurdo, e irónica hasta la carcajada, pasando por todas las tonalidades y gamas del humor.

Tras la pista Wilcock.
Tras la pista de Wilcock.

La fecha que estampé en su hoja de respeto (11/03/21) me recuerda, como en tantos libros, el tiempo transcurrido entre compra y lectura, demorada por impoderables y olvidos. Durante este tiempo he tropezado con el volumen de Wilcock al remover algunas de las varias columnas en continuo crecimiento de las nuevas adquisiciones que aún no han encontrado su acomodo dentro de un orden; terminé por apartarlo para tenerlo a mano y ha reposado en mi mesilla de noche durante unos meses en otra columna no por más pequeña menos caótica, tanto como mis propósitos de lectura, siempre cambiantes e inestables; ha viajado conmigo recientemente junto con otros volúmenes con la ilusoria esperanza de que el tiempo de las vacaciones o el del breve ocio de un fin de semana iba a correr más lento y a dar más de sí, y pensando que liberado de las mallas del horario laboral no iba a caer en otras más sutiles e igualmente hurtadoras de sosiego y concentración, errores en que los lectores impenitentes caemos una y otra vez inasequibles al desaliento; lo he traído de vuelta de esos desplazamientos entremezclado y vuelto a confundir con nuevas compras; ha sido huésped reciente en mi mochila y ha hecho el trayecto de ida y vuelta conmigo al trabajo esperando encontrar el hueco de unos minutos siempre en competencia con lecturas más avanzadas, y también me ha acompañado a algún paseo por el campo; alguna noche, agotado por la jornada, he intentado en vano resistir a la pesadez del sueño que férreamente me ha cerrado los párpados, tras mantenerme enredado en una lucha con la intelección de sus primeros párrafos en la que, burlón el sueño, trocaba por otro el sentido de cada palabra escrita; hasta que esta mañana, tras despertar a este regalo de lunes (es festivo en mi pueblo) sin clases, mientras remoloneaba en la cama y para ayudarme a apartar de la cabeza las musarañas de un tropel de ensoñaciones en huida, alargué la mano –y he aquí la segunda intervención del azar– con el propósito de atrapar el primer libro a su alcance e inopinadamente fue este el de Wilcock, de manera que de a poco –que diría un rioplatense– me encontré ascendiendo por la pendiente del asombro más absoluto, como si el inquietante onirismo de mi recién abandonado duermevela, confuso y agitado, se hubiera instalado en mi conciencia de un modo claro y distinto, irónico y risueño, consciente, trocando mi inquietud en la sonrisa que se fue dibujando en mi expresión hasta desatar la carcajada, mientras saboreaba sus páginas y me adentraba en ellas.
No soy dado a recomendar lecturas, salvo a amigos de confianza, así que me limito a dejar constancia de mi particular hallazgo.

...saboreaba sus páginas y me adentraba en ellas.
…saboreaba sus páginas y me adentraba en ellas.
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